viernes, 11 de noviembre de 2016

Para qué sirven los editores en la divulgación de la ciencia

Artículo publicado en el libro Hacia dónde va la ciencia en México: Comunicación pública de la ciencia. II. El oficio, Elaine Reynoso (coordinadora), CONACYT, Academia Mexicana de Ciencias y Consejo Consultivo de Ciencias.

Colaboradores fantasma: los cuidados editoriales en la comunicación pública de la ciencia

Escribir es de humanos, editar es de dioses.
--Stephen King, On Writing

Todos los comunicadores de la ciencia sabemos escribir porque fuimos a la escuela. Si no fue en primaria, fue en secundaria, en preparatoria o de plano en la universidad, pero al final todos aprendimos buena ortografía. Así pues, todos sabemos escribir. Si, además, nos dedicamos a la investigación, estudiamos una carrera científica o hemos leído mucho del tema, también sabemos de ciencia (por ejemplo, podemos recitar las tres leyes de Newton y sabemos que el número atómico del protactinio es 91). Por lo tanto es trivial la labor de correctores y editores, las personas que se dedican a preparar nuestros textos para publicación: sólo tienen que restituir los acentos que se nos olvidaron por ahí y enmendar los errores de dedo que cometimos al teclear, y eso lo puede hacer cualquiera que haya ido a la escuela (es más: lo puede hacer una máquina).
         Esta idea simplista del trabajo de edición y corrección en la comunicación de la ciencia está más extendida entre los propios comunicadores de la ciencia de lo que cabría esperar de una comunidad culta e inteligente como la nuestra. Viniendo, además, de un gremio que aún batalla para darse a respetar como comunidad de profesionales serios, es todavía más sorprendente por ser ejemplo del mismo desconocimiento que les reprochamos a los legos que menosprecian nuestro trabajo. La visión ingenua de las labores editoriales en la comunicación de la ciencia se funda en dos malentendidos: 1) que saber escribir no va mucho más allá de tener buena ortografía y pasable sintaxis , y 2) que la ciencia se reduce a sus resultados. Quizá tres malentendidos: 3) que el público está obligado a interesarse en la ciencia, se le presente como se le presente, porque la ciencia es muy importante. El editor y el corrector se vuelven así personajes casi parásitos, o en el mejor de los casos, superfluos.
         Pero hasta los resultados científicos más sólidos y descritos con impecable ortografía  son perfectamente inútiles como comunicación de la ciencia si nadie los lee, y contraproducentes si alguien los lee, pero padece la lectura como si fuera un martirio porque el texto es aburrido e incomprensible. Otra posibilidad es que se lea el texto, pero que el mensaje que extrae el lector no sea el que pretendía el autor. Como un niño que lleva a pasear con correa a un gran danés inquieto, el autor poco avezado en escribir con elocuencia  no gobierna el significado de sus palabras, que lo llevan por donde no quiere ir. Por ejemplo, un texto que nos explica las leyes de Newton con pedantesco detalle puede transmitir la idea de que el autor es un pedante, y un texto incomprensible y aburrido puede clamar a gritos que el autor menosprecia al lector, o que es incapaz de comunicarse eficazmente. Hace poco me topé con un autor que hacía referencia a las técnicas metalúrgicas de “los españoles del siglo II”. Hablar de españoles en el siglo II es como decir “la UNAM en el siglo XIX” o “Vladimir Putin, presidente de la Unión Soviética”. De metalurgia el autor probablemente sabía mucho, pero el burdo anacronismo muestra que de historia no tanto. Otro autor insistía en poner frases con signos de admiración cada tres renglones (“¡Sí! ¡Leíste bien!”, le decía con forzado entusiasmo a su pobre lector). Era su idea de transmitir asombro, pero en vez de asombro transmitía exasperación, esa incomodidad que sentimos cuando no sabemos cómo decirle a nuestra abuelita que ya no tenemos cuatro años. Su falso entusiasmo se leía como un insulto a la inteligencia del lector, y tampoco decía nada halagüeño del autor.
         En resumen, la ciencia, el autor y el lector pueden salir muy mal parados de un texto escrito con excelente ortografía e intachables conocimientos de ciencia, pero con deficiencias de cultura general y sensibilidad y con desconocimiento de técnicas de escritura y divulgación que van mucho más allá de poner los acentos donde se debe y saber que el número atómico del protactinio es 91. El corrector y el editor están para cuidar la buena imagen del autor, de la ciencia y de la revista o página web donde aparece su texto.
         Pero, sobre todo, están para velar por la satisfacción del lector.
         A veces la labor de poner guapo un texto para la página impresa es como maquillar a una señora ni fu ni fa para que luzca en el baile, lo que ya tiene su chiste, pero otras veces se parece más a la cirugía maxilofacial reconstructiva.
         Tengo ante mí un texto para corregir (trabajo en la revista ¿Cómo ves?, de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, pero lo que diré aquí está dicho como opinión personal, no como postura oficial de la revista). Necesito cuidar que la información sea correcta y pulir la ortografía y la sintaxis, claro, pero sobre todo necesito convertirlo en una experiencia de lectura placentera. El lector no paga una suscripción ni va hasta el puesto de periódicos para que lo torturemos. La ciencia es muy importante, pero no tanto como para flagelarse por ella. La lectura, en el caso ideal, debería ser como un sueño vívido y continuo que aferra al lector y no lo suelta, que lo lleva por lugares exóticos y le muestra rincones del mundo en los que se guardan grandes secretos, que lo hace sentir asombro, indignación, miedo, compasión, nostalgia… Frente a mí, en cambio, tengo un árido texto repleto de términos técnicos y anglicismos que enumera resultados científicos sin explicarlos, redactado en un tono impersonal y distante, con referencias a publicaciones a las que mi lector no tiene acceso y, sí: con mala ortografía y peor sintaxis. Podría ser algo así:

Científicos americanos han encontrado evidencia de que la extinción que vivieron los dinosaurios, fue producida cuando la Tierra fue golpeada por un meteoro (Alvarez et al., 1980). En estratos geológicos alrededor del mundo habían altos niveles de iridio. El iridio es un metal de transición de número atómico 77 que se sitúa en el grupo 9 de la Tabla Periódica. Ello sugiere que la Tierra fue golpeada por una gran roca de billones de toneladas que sus pedazos, se esparcieron por todo el mundo provocando destrucción y muerte, bloqueando la luz del astro rey por meses o años y deteniendo la fotosíntesis, mismo que llevó a que colapsaran las cadenas tróficas. El cráter producido por el meteoro se encuentra en Yucatán (Hildebrand et al., 1991).

         Ahora entiendo a Henry Gee, editor de Nature, quien en 2004 escribió que desenmarañar la prosa enrevesada de muchos científicos es tan frustrante como tratar de pelar plátanos con guantes de box. Claramente, el autor no se tomó la molestia de averiguar quién es el lector de la revista ni qué busca cuando la lee. Quizá simplemente escribió como siempre escribe para sus colegas pensando, como tantas personas acostumbradas a expresarse en una jerga técnica, que ésa es la mejor manera de exponer su tema en cualquier situación. Pero como dice la periodista Deneen L. Brown en un contexto ligeramente distinto, un artículo es una solicitud de ingreso a la mente del lector. El lector no tiene por qué invitar a pasar a un pelmazo. En cambio estaría encantado de invitar a pasar a alguien que le cuente historias de personas específicas, narraciones que lo tengan en suspenso porque le permiten hacer predicciones que a veces se cumplen y a veces no, cuentos de personajes que buscan lo que todos buscamos (reconocimiento, fortuna, amor, satisfacción personal, la verdad, la justicia…) y que enfrentan obstáculos que al final superan o no.
         Lo primero que puedo hacer es limpiar el terreno: corregir ese feo “habían” donde lo que toca es el verbo haber impersonal, eliminar los anglicismos (“alrededor del mundo”, “billones de toneladas”, “colapsar”), las palabras mal empleadas (“americanos”, “meteoro”), los lugares comunes (“la extinción que vivieron los dinosaurios”), los errores de puntuación (la coma después de dinosaurios), las cursilerías (“el astro rey”) y esa horrible retahíla de gerundios, así como las referencias académicas, que a mi lector no le sirven para nada:

Unos científicos estadounidenses han encontrado evidencia de que los dinosaurios se extinguieron a causa del impacto de un meteorito.

Lo que sigue no se entiende sin saber qué dice el artículo de Alvarez et al., de modo que voy y lo leo. Una vez que entendí a qué se refiere el autor con “altos niveles de iridio en estratos geológicos”, puedo enmendar:

La evidencia es el alto contenido de iridio que encontraron en una capa de arcilla descubierta en los años 60 entre los estratos geológicos del periodo Cretácico y los de la era Terciaria. El iridio no es común en la Tierra, pero sí en los asteroides y cometas. Como esta capa de arcilla iridiada se encuentra por todo el mundo, los científicos han concluido que proviene de un impacto que tuvo efectos mundiales. El asteroide posiblemente tenía unos 15 kilómetros de diámetro.

         Nótese que eliminé la mini lección de química sacada de la Wikipedia (”el iridio es un metal de transición…”), que ni se entiende ni aporta nada a la narración. (“Como toda persona que trata de agotar un tema, agotaba a sus oyentes”, dice Oscar Wilde de un personaje pedante en El retrato de Dorian Gray.) También he enriquecido el texto con información que no estaba en el original. Por cierto, hoy la era Terciaria ya no se llama así. Desde hace unos años los geólogos llaman Paleógeno al periodo posterior al Cretácico, pero parece que mi autor no se había enterado. Así pues, corrijamos: los estratos geológicos del periodo Cretácico y los del periodo posterior, hoy llamado Paleógeno y sigamos.

El polvo que levantó este impacto se esparció por toda la atmósfera y obstruyó la luz del sol durante varios meses. Las plantas no pudieron hacer la fotosíntesis, las temperaturas se desplomaron y muchas especies se extinguieron en poco tiempo. Tras muchos años de búsqueda, se ha encontrado en Yucatán un cráter que podría ser la huella de este impacto.

         El texto ha quedado más diáfano. Por si fuera poco, lo hemos mejorado actualizando los términos geológicos (Paleógeno por Terciario) y suavizando las afirmaciones categóricas para dar a entender que en la ciencia no siempre cabe la certeza absoluta. Así como está no quedaría mal en la sección de noticias de ¿Cómo ves?, pero todavía no me convence como para artículo extenso. En primer lugar, el texto está desierto: no menciona ni una sola persona específica. Las únicas referencias a personas son esos indeterminados “científicos estadounidenses” y esos impersonales “Alvarez et al.” y “Hildebrand et al.”.
         Para poder decir que comunicamos la ciencia tenemos que comunicar el proceso, no solamente los resultados. Como dice John Durant, profesor de comunicación pública de la ciencia, citado por Jane Gregory y Steve Miller en Science in Public, “el público necesita algo más que puros hechos [...] y más que imágenes idealizadas de ‘la actitud científica’ y ‘el método científico’. Lo que necesita, sin duda, es entender intuitivamente cómo opera en realidad el sistema social llamado ciencia para dar lo que, por lo general, es conocimiento confiable acerca de la naturaleza”. Gregory y Miller comentan:

Muchos científicos consideran que el déficit de comprensión pública de la ciencia se puede remediar aplicando dosis generosas de conocimientos científicos. Pero Durant alega que saber mucha ciencia no es lo mismo que entender la ciencia. Si bien los hechos pueden ser interesantes, y en sí mismos no tienen nada de malo, saberse los hechos no implica que se comprendan su significado, sus implicaciones ni su lugar en el panorama de la ciencia.

Así pues, no basta reportar fríamente lo que descubrieron “unos científicos”. Necesito saber quiénes son Alvarez, Hildebrand y sus respectivos et al. Necesito averiguar en qué universidad trabajan, dónde publicaron, qué datos tomaron y cómo los interpretaron, cómo fueron recibidos sus papers, quién se opuso a ellos y por qué. El tema del artículo debería ser éste, y no un hermético “descubrimiento” que deja al lector con la impresión de que los científicos encontraron el impacto por accidente y como por arte de magia.
         Esta maraña de ideas y personas sólo se puede presentar con claridad de una manera: en forma de narración o de historia. En los últimos años la forma narrativa se ha convertido en un procedimiento estándar en el género literario que en inglés se llama creative nonfiction, el cual abarca el periodismo de investigación, la divulgación científica literaria, la confesión, la autobiografía, la escritura de viajes, y, en general, todo lo que quepa dentro del lema true stories well told (“historias verdaderas y bien contadas” es como define este género la revista Creative Nonfiction). Se alega que la forma narrativa es una manera heurística de presentar y procesar información complicada acerca de las relaciones humanas, con todas sus implicaciones prácticas y emocionales. La narrativa transmite y vuelve memorables estas implicaciones con una fuerza que una simple enumeración de sucesos no tendría, por detallada que sea. Alguien ha observado que la diferencia entre una enumeración y una narrativa es que la primera dice “esto y esto y esto”, mientras que la segunda tiene la estructura “esto, luego esto y por lo tanto esto”. La narrativa muestra la conexión lógica y emotiva entre los sucesos que componen una historia.
         Hace poco leí un documento del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Se titula The Encyclopaedia of Ethical Failures y está encaminado a dictar pautas de comportamiento ético para los empleados del gobierno de ese país. En vez de una aburridísima enumeración de faltas a la ética y maneras de evitarlas, el documento presenta la información como casos concretos: el de la señora que tomaba llamadas de sus negocios personales a través de su número en el Pentágono, el del individuo que desviaba contratos gubernamentales a la empresa de su hermano y aceptaba en pago citas con prostitutas. El documento es una sabrosa colección de lo más negro de la naturaleza humana. Pero sobre todo, se lee con avidez y se queda grabado en la memoria porque está presentado en forma narrativa.
         Para transformar el texto que tengo en narración necesito convertir a los “científicos estadounidenses” en personajes de carne y hueso. Resulta que “los científicos” son el geólogo Walter Alvarez, su padre, el físico Luis Alvarez (premio Nobel 1968 por su trabajo en partículas elementales) y los químicos Frank Asaro y Helen Michel. El que los Alvarez de este artículo sean padre e hijo (¡y el padre premio Nobel!) me sugiere ya un montón de posibilidades narrativas en forma de preguntas: ¿cómo se llevan el padre físico y el hijo geólogo?, ¿qué aportó cada cual a la investigación?, ¿cómo interesó Walter a su padre en un problema básicamente geológico? Escarbando un poco en esta historia me entero de que Walter Alvarez originalmente se interesaba en poner a prueba la flamante teoría de la tectónica de placas usándola para demostrar que la península italiana había girado hasta su posición actual. ¿De dónde viene la tectónica de placas? ¿Cómo quería Alvarez demostrar tal cosa? ¿Por qué cambió de objetivo a medio camino? La madeja narrativa se va enriqueciendo. Ya tengo mucho material para captar y conservar el interés de mi lector.
         En cuanto a Hildebrand et al., se trata de un geólogo canadiense y dos geólogos petroleros, Glen Penfield y Antonio Camargo, ¡que trabajaban para Pemex! La historia de la identificación del cráter, independiente de la del impacto, tiene sus propias grandes posibilidades narrativas. Buscarlas, ponerles cara a los personajes y entender la secuencia de acontecimientos que gradualmente fueron llevando a los personajes de la bruma al conocimiento me ha exigido un considerable esfuerzo de investigación, además de ejercitar mis habilidades como narrador para ir suministrando la información en forma de historia en vez de soltarla toda de un tirón al principio, como el texto original.
         Y yo sólo soy el corrector, una especie de fantasma del proceso editorial.

Si el texto fuera mío, y por lo tanto tuviera plenos poderes para dejarlo como a mí me gusta, todavía iría más lejos. El lenguaje llano puede ser poco expresivo. Se necesitan muchas palabras para decir pocas cosas. Definamos la densidad semántica de un texto como el cociente del contenido (en en sentido de información) entre el número de palabras. Un principio fundamental del buen escribir con el que machaco en mis clases es que a mayor densidad semántica, mayor elocuencia, lo que no quiere decir que haya que escribir telegráficamente, sino más bien que hay que escoger las palabras. Un ejemplo sencillo: “estoy realmente cansado” se puede sustituir por “estoy extenuado”, que transmite la misma idea de cansancio extremo con una palabra menos. Ya es algo. Un buen diccionario de sinónimos es una herramienta para comprimir textos sin volverlos telegráficos. Si el texto fuera mío, lo escudriñaría con la lente de mi diccionario de sinónimos preferido para sacarles el máximo jugo a las palabras.
         Otra forma de decir más con menos palabras es el lenguaje figurado: la metáfora. Si yo digo “mi amiga Libia Elena se ríe muy fuerte”, doy una idea pálida de la risa de mi amiga con un lenguaje simplemente denotativo. En cambio si digo “mi amiga Libia Elena se ríe en grados Richter” uso una palabra más, pero proporciono una imagen mucho más vívida y memorable de las explosiones de hilaridad de Libia. La metáfora puede contener más información que el lenguaje llano porque hace uso de las connotaciones de las palabras; da a entender una relación sin mencionarla explícitamente, aprovecha la información que ya está en la cabeza del lector. En efecto, el lector sabe que los grados Richter se usan para medir la magnitud de los sismos y también sabe que los ruidos fuertes tienen el poder de sacudir las cosas. La risa de Libia es un ruido tan fuerte que sacude la mismísima tierra. Pero no lo dije yo. Sólo lo di a entender, lo que es más interesante y económico.
         Hay otras maneras de dar a entender que, como el lenguaje figurado, tienen la ventaja sobre el lenguaje llano de hacer participar al lector proponiéndole pequeños enigmas. Estas técnicas tienen que ver con la sonoridad o musicalidad de las palabras. En un artículo publicado en ¿Cómo ves? Gerardo Gálvez describe el entierro de Ignaz Semmelweiss con palabras que, en el oído de la mente, suenan como el tañido de una campana fúnebre: “...un hombre que en vida había sido escarnecido y difamado por sus superiores, sus compañeros, sus sucesores”. Esto refuerza la atmósfera de entierro sin tener que atiborrar el texto de adjetivos y adverbios. En un texto reciente, para enfatizar el final de una descripción del paso de un meteorito sobre la ciudad rusa de Cheliábinsk le dí a la última frase la musicalidad de un verso: “En la plaza se levanta un revuelo de palomas”.
         Al mismo tiempo que voy puliendo el lenguaje para sacarle el brillo de la elocuencia, cuido que la narración tenga ritmo para que el lector no se canse. Si hay varias líneas narrativas, no las agoto una por una en bloques continuos de texto, sino que las voy entrelazando, suspendiendo una para continuar con otra. Para dar ritmo también puedo alternar narraciones con momentos de explicación y comentarios personales que relacionen el tema con aspectos más generales de la ciencia.
         La comunicación de la ciencia se vuelve más eficaz cuando se comunica el proceso más que los simples resultados y cuando se emplean las técnicas de elocuencia que describí: distribuir la información en forma narrativa, apretar el texto escogiendo cuidadosamente las palabras, darle colorido por medio de metáforas y sonoridades evocativas y disponerlo en una estructura ritmada. Casi no hace falta decir que en mi trabajo como corrector-editor rara vez recibo originales con estas características. Padecemos una plaga de apego a lo denotativo y a la literalidad y falta de confianza en lo connotativo y la libertad, quizá porque confundimos la comunicación de la ciencia con la ciencia misma. El lenguaje de la comunicación de la ciencia no tiene por qué parecerse al del paper científico. Para hacerse apetecible, nuestro trabajo requiere un lenguaje más rico (y también más sabroso), un lenguaje literario, que en cierta forma es lo contrario del lenguaje ultrapreciso del paper, que tiene algo de camisa de fuerza.

         En un futuro ideal me imagino que los comunicadores de la ciencia aprenderán técnicas finas de escritura literaria, así como los difíciles oficios de editor y de corrector, o por lo menos aprenderán a apreciar su valor y sabrán que nunca debe mandarse nada a la imprenta sin que haya pasado por las manos de estos personajes, que pueden salvar del ridículo al autor y a la ciencia, y del tedio al sufrido lector. Todo artículo que aparece en una publicación que se respete es, en el fondo, una colaboración aunque sólo lleve una firma, y es importante que lo sepan los autores en potencia.