viernes, 23 de marzo de 2012

Un poquito de prespectiva telúrica para la Ciudad de México


En un artículo que publicaron en Nature el 23 de abril de 1987 Jorge Flores, O. Novaro y Thomas Seligman, del Instituto de Física de la UNAM, señalan tres particularidades de los daños que sufrió la Ciudad de México en el sismo del 19 de septiembre de 1985: primero, 95 % de los edificios que se vinieron abajo se encontraban en la zona de la ciudad que está construida sobre el terreno cenagoso del antiguo lago de Texcoco; segundo, muy extraño, en esa zona hubo manzanas muy dañadas que alternan con cuadras que salieron casi ilesas, en vez de observarse una destrucción homogénea y democrática, y tercero, se cayeron sobre todo edificios de entre cinco y quince pisos. Los autores señalan: “A un físico, semejante patrón le recuerda la idea de ondas estacionarias” y de resonancia. 
Las ondas se propagan, pero si están confinadas, como en la cuerda de una guitarra o la membrana de un tambor, las ondas rebotan en las paredes o los extremos e interfieren consigo mismas. El resultado es que en la cuerda y en el tambor se forman regiones que vibran mucho y otras que no vibran nada. Flores, Novaro y Seligman se preguntan si la cuenca del antiguo lago, hoy llena de un lodo muy acuoso, no habrá resonado como tambor o como plato de sopa agitado con las ondas que le llegaron a través de los suelos más firmes de los alrededores el 19 de septiembre de 1985. Como buenos físicos, no se quedan con la duda y definen un problema que luego resuelven. El problema es calcular cómo vibró el suelo lacustre tomando en cuenta las características del sismo del 85, que son muy especiales. Para empezar, fue un sismo de gran magnitud (8.1 en la escala de Richter) y muy largo (dos minutos). Los autores también observan otra particularidad que distingue a este sismo de otros: las ondas que se midieron con acelerómetros del Instituto de Ingeniería que estaban distribuidos por distintas regiones de la ciudad tenían una sola frecuencia bien definida de media oscilación por segundo, a diferencia de lo que pasa normalmente con las ondas, que vienen con una mezcla complicada de componentes de distinta frecuencia. Luego los autores aplican las ecuaciones de la vibración de un medio elástico a la zona del lago (zona que delimitaron R. Marsal y M. Mazari en un estudio publicado por la UNAM en 1959).
El resultado es un patrón de ondas estacionarias con zonas de mucha vibración y zonas prácticamente inmóviles, y lo más bonito (en un sentido estrictamente físico, claro): cuando superponen el patrón calculado sobre el mapa de la ciudad, las zonas más agitadas del cálculo coinciden bastante bien con las áreas de mayor destrucción.
Flores,  Novaro y Seligman no concluyen que esto fue sin duda lo que pasó. No hay manera de saberlo con certeza.  Por eso su artículo de Nature se titula “Posibles efectos de resonancia en la distribución de los daños por terremotos en la Ciudad de México”. Precaución científica. Notarán que el título no dice “…en la distribución de los daños del terremoto del 85”, sino de terremotos en general. A partir de registros históricos, los autores señalan que las regiones más dañadas del 85 son también las más afectadas en sismos pasados. Todo esto explica muy bien el patrón de destrucción de esa fecha fatídica, y también explica por qué se vinieron abajo preferentemente los edificios de más de cinco pisos y menos de quince: dos segundos es el periodo natural de oscilación de las estructuras de esa altura.
El terremoto del martes pasado fue de una magnitud de 7.4 en la escala de Richter (hay variación en las cifras reportadas por distintas instituciones de investigación de sismos porque determinnar la magnitud de un sismo aún tiene mucho de arte). La escala de Richter es logarítmica, lo que quiere decir que de 7 a 8 grados la magnitud aumenta 10 veces, y no un séptimo. Tomando esto en cuenta, el sismo del martes fue tres veces menos fuerte que el del 85.
Ahora la perspectiva. Es cierto que la Ciudad de México está mucho mejor preparada hoy que en ese año, de lo cual nos podemos enorgullecer los ciudadanos y también un poco las autoridades, pero el que no haya habido grandes daños que lamentar esta vez de ninguna manera es ni un milagro, ni producto únicamente de nuestros esfuerzos de los últimos 27 años. La ciudad ya estaba bastante bien construida antes (salvo el edificio Nuevo León de Tlatelolco, que padeció la corrupción rampante de quienes lo construyeron). Ahí están para probarlo muchos edificios añejos, como la Torre Lationamericana, que soportaron ese temblor y otros del pasado sin daños importantes. El problema en 85 fue que, como sugieren Flores, Novaro y Seligman en su artículo de 1987, en el temblor del 19 de septiembre se conjugó una serie de circunstancias desafortunadas: la intensidad del sismo, sí, pero también su duración, y sobre todo su frecuencia y la dirección desde donde impactó la cuenca del antiguo lago. ¡Menos mal! Eso quiere decir que no cualquier terremoto de 8.1 grados Richter va a destruir media ciudad (y también que tenemos que bajarle unos cuantos grados a nuestra autocomplacencia… o quizá matizarla diciendo: “siempre hemos sido buenos constructores, no sólo en los últimos 27 años”). Sin que esto deba servir para que bajemos la guardia, creo que sí da cierta medida de tranquilidad para sismos futuros.
Otra consecuencia que se deduce de los cálculos de Flores, Novaro y Seligman es ésta: cuando quieras consejos sobre el lugar idóneo para asentar tu nueva ciudad, no le pidas consejo a un águila, pídeselo a un puma.

viernes, 9 de marzo de 2012

Tsunami solar


Ayer una nube gigante de raudas partículas con carga eléctrica proveniente del sol se tragó a la tierra. 

Suena horrible, ¿no?, pero es un acontecimiento común, que se hace más frecuente por ciclos. Durante sus periodos de actividad más intensa, que ocurren aproximadamente cada 11 años, el sol despide bocanadas de material súper caliente en todas direcciones. Este gas de altísima temperatura viene en forma de plasma, que es una especie de puré de átomos: en vez de átomos completos, con un núcleo positivo bien empacadito en un cascarón de electrones negativos para formar un conjunto eléctricamente neutro, los electrones vienen revueltos con los núcleos y muy agitados. A veces esos soplos de plasma pasan por la tierra. Para las partículas con carga eléctrica que forman la nube, el campo magnético terrestre es como una cerca de alambre de púas en la que se enzarzan cuando se aproximan a nuestro planeta. El impacto del plasma solar deforma la cerca de púas y se produce lo que se conoce como tormenta geomagnética: aumenta la actividad de las auroras polares, que se hacen más intensas y se dejan ver más lejos de las regiones polares que de costumbre, y a veces se sobrecargan los cables de alta tensión, lo que puede dañar y desconectar las redes de suministro de electricidad. En 1989 una extensa región de Canadá se quedó sin energía eléctrica por  varias horas debido a una tormenta geomagnética; ¡y era invierno!

Cuando el aliento abrasador del sol nos rodea las capas superiores de la atmósfera se calientan y se expanden. Como consecuencia, la atmósfera se extiende a alturas mayores, como una marea que sube, y les moja los pies a algunos satélites meteorológicos, de comunicaciones, militares y de investigación. Este baño de pies metafórico aumenta la fricción entre el satélite en movimiento y las capas altas de la atmósfera. El satélite pierde un poco de altitud y se hace necesario corregir su curso. Pero el vaho solar tiene efectos más graves sobre los satélites. Estos aparatos son cascarones metálicos con equipo electrónico dentro. Cuando llega la  bocanada de plasma solar, las partículas cargadas se acumulan en las piezas del satélite que no son conductoras de la electricidad y acaban produciendo descargas eléctricas que pueden hacer fricassé los componentes electrónicos del satélite o producir errores en las computadoras del aparato.

Si algún incauto se encuentra en las capas más elevadas de la atmósfera —o fuera de la atmósfera—, se arriesga a absorber dosis de radiación más altas de lo que conviene. Las tormentas solares son un peligro especial para los astronautas. Y también para las personas que viven en latitudes elevadas de la tierra porque las líneas del campo magnético están más concentradas en los polos, como los tallos paralelos de un ramo de flores. Las partículas cargadas se quedan atoradas haciendo espirales alrededor de las líneas de campo y emitiedo radiación. A las regiones polares, donde las líneas de campo se reúnen en gavillas, llegan más partículas y más radiación.

Cada ciclo solar de 11 años se espera que aumente la frecuencia de estas expulsiones de masa del sol, las cuales se clasifican según su intensidad. La del jueves pasado fue  intensa, pero no extrema como la de 1989 que dejó sin electricidad a una buena parte de Canadá en pleno invierno. Desde los años 90 se reconoce un área de investigación científica llamada “estado del tiempo espacial”  (space weather) que abarca todos los efectos del sol en las inmediaciones de la tierra, además de las  lluvias de estrellas.

El golpe al campo magnético de la tierra también puede alterar las señales de los satélites del Sistema Mundial de Localización igual que se altera  la imagen de un objeto sumergido si agitamos el agua, o sea que si hoy su teléfono inteligente le indica que se encuentra usted en la Patagonia, mientras que  a usted le consta  que no se ha movido de la colonia Portales, no le eche la culpa a su proveedor de teléfono celular. Tampoco le eche la culpa si las redes de teléfonía tienen fallas hoy: posiblemente no se deban a la incompetencia de la compañía.

Anticipo y contesto algunas de las dudas más frecuentes: ¿Hay peligro? ¿Esto produce cáncer? ¿Hay que quedarse en casa? ¿Nos vamos a convertir en monstruos verdes con ojos saltones y pelos en las orejas? ¿Esto es culpa de los mayas? ¿se va a acabar el mundo? Y las respuestas son:
No
No
No
No
No y
Sí, pero faltan miles de millones de años.