jueves, 28 de julio de 2011

Emociones en estado puro

A los 15 años, en una época en que estaba de moda que los adolescentes varones fueran sentimentales y supieran llorar, yo era un insensible. Tenía dos amigos que eran novios. Se la pasaban besuqueándose, lo cual me parece muy bien, pero también se la pasaban hablándose como bebés, lo que me daba repelús (y me sigue dando). Mi renuencia a hacer como ellos y hablar como restrasado mental para expresar amor les parecía señal de que yo tenía el corazón de piedra.

Así que se empeñaron en volverme una persona sentimental y un día me invitaron al cine a ver una película que ellos habían visto hacía unos días: El campeón, de Franco Zefirelli, con Jon Voight y Ricky Schroder (al parecer es un remake de una película de los años 30). Me acuerdo que me dijeron, muy entusiasmados ante la posibilidad, “vas a ver que en esta película sí vas a llorar”.

Vimos la película. Un boxeador venido a menos tiene un hijito de ocho años, llamado T.J., que lo idolatra y lo llama “campeón”. Al final todo sale mal y el campeón se muere después de una pelea mientras T.J. (y buena parte del público) se deshace en lágrimas. Yo, como iba dispuesto a no dar mi brazo a torcer ni mis lagrimales a exprimir —y como siempre he reaccionado muy mal cuando siento que me están manipulando—, me quedé con los ojos más secos que la superficie de Marte mientras mis sentimentales amigos lloraban a moco tendido por segunda vez. Mi reacción (o su falta) los dejó entre desencantados y ofendidos: sólo un monstruo podía no llorar al final de El campeón.

La película fue olvidada por todo el mundo, empezando por mí, y pasaron los años. Muchos años. Hasta ayer, cuando me encontré con una noticia que informa que El campeón ha trascendido de una manera inesperada.

Si eres psicólogo y quieres estudiar los efectos de la tristeza sobre el comportamiento de las personas tienes que conseguir gente confiablemente triste. Otra alternativa es buscarse unos voluntarios y provocarles la tristeza en condiciones de laboratorio (controlables y medibles). Ahora bien, hacerlos creer que algún familiar ha sufrido una desgracia sería poco ético. Alejarlos irremediablemente de su familia o provocarles una enfermedad incurable también. ¿Cómo entristecer a los participantes sin que el experimento tenga consecuencias en sus vidas?

En 1988 Robert Levenson y James Gross, de la Universidad de California, en Berkeley, optaron por provocarles tristeza (y otras emociones) a sus objetos de estudio por medio de películas. Otros psicólogos habían probado con engaños, hipnosis, imágenes, música y repetición de palabras; y otro más recurrió a las películas por la misma época que Levenson y Gross. Para poner en práctica esta idea había que encontrar los filmes más tristes. La tarea no era fácil, porque las películas tendrían que inspirar aflicción pura y prístina, sin mezclas de otras emociones, como la rabia y la indignación. Los investigadores pensaron que esta búsqueda de la pena sin aleaciones les llevaría unos meses. Les llevó cinco años.

Primero solicitaron recomendaciones a los expertos: críticos de cine, dependientes de tiendas de video, cinéfilos diversos. Obtuvieron 250 películas, de las cuales extrajeron 78 escenas selectas. Estas escenas se mostraron a públicos de prueba compuestos de estudiantes, cuya respuesta emotiva a las películas se evaluó por medio de encuestas. Levenson y Gross desecharon muchas escenas porque evocaban emociones mixtas. Ellos necesitaban reacciones bien definidas para cumplir su objetivo: ofrecer a la investigación psicológica un muestrario de estímulos emotivos en estado puro, desde la pesadumbre más profunda hasta la risa loca, para usarse en el laboratorio (y quizá en alguna fiesta, digo yo).

Con mucho trabajo destilaron una gama de escenas de película que ha cundido entre los psicólogos. Su artículo original se encuentra aquí. Comprobado: la escena más triste --por lo menos hasta 1995, cuando Levenson y Gross publicaron su lista-- es la última de El campeón, donde Ricky Schroder llora sobre el cadáver de su padre (y la más chistosa es una escena donde se discute el orgasmo en When Harry Met Sally, por si quieren el antídoto). En eficacia para inspirar tristeza El campeón superó incluso a la muerte de la mamá de Bambi, que ya es decir.

Desde entonces, muchos otros investigadores han echado mano del elixir de tristeza de Levenson y Gross para estudios relacionados con las emociones. He aquí dos extremos: una investigación con gente llorosa sirvió para programar computadoras para reconocer emociones a partir de la frecuencia cardiaca, la temperatura y otros parámetros medibles de las personas. En otra, Noam Sobel, del Instituto Weizmann de Israel, recolectó lágrimas de mujer (inducidas por la película de marras) y las usó para hacer experimentos con hombres. Sobel y su equipo encontraron que oler lágrimas de mujer reduce la concentración de testosterona y en general da al traste con la excitación sexual de cualquier macho que se respete.

La tristeza de T.J., el hijito del campeón, también ha servido para ver si la gente deprimida tiene más probabilidades de llorar que otros (resulta que no, ¡sorpresa!), y si uno tiende a gastar más dinero cuando está triste (resulta que sí); así como para determinar si la edad tiene algun efecto sobre la tristeza (un poco: las personas mayores tienden a sentirse más tristes que los jóvenes, como era de esperar).

Desde que Gross y Levenson publicaron su lista han pasado 16 años durante los ucales no han faltado películas tristes (como Titanic). Sería hora de irla actualizando. Con el afán de ampliar y mejorar el arsenal de los investigadores de las emociones, la revista Slate acaba de lanzar un llamado a nominar escenas de películas que evoquen las mismas emociones que la de Levenson y Gross. Uno de ellos evaluará las sugerencias de los lectores de Slate.

Aquí presento mi selección de escena triste: la secuencia inicial de Up:


¿Y yo? ¿Me he suavizado con la edad, como los participantes de algunos de estos estudios? ¿Estarían contentos conmigo mis emotivos amigos? No lo sé.

No he querido ver nuevamente la escena final de El campeón...

viernes, 22 de julio de 2011

Kikibuba


Imagínense que, de alguna manera, supiéramos dos palabras del idioma cavernícola: kiki y buba. Imagínense que además supiéramos que una quiere decir “cactus” y la otra “sandía”, pero no supiéramos cuál es cuál. Cuál dirían que es kiki: ¿el cactus o la sandía? ¿Por qué? Porque suena a kiki, ¿no? Y la sandía suena a buba.

Es un juego ideal para romper el hielo en las fiestas. El biólogo argentino Diego Golombek lo usa para abrir sus pláticas sobre el cerebro y la mente. Se muestran dos figuras, una llena de picos y otra hecha de curvas, y se pide a los asistentes que escojan cuál es un “kiki” y cuál es un “buba”. Diego ha observado que casi todo el mundo llama kiki a la figura de picos y buba a la de curvas.

Y no sólo en Argentina y en México, sino en todas partes. El juego proviene en realidad de dos investigaciones hechas con 70 años de diferencia.

La primera la hizo un psicólogo alemán llamado Wolfgang Kohler en la isla española de Tenerife, donde andaba de paso por 1929. Kohler trazó las figuras y les pidió a unos nativos que las llamaran “takete” o “baluba”, según les sonara. Casi todos le pusieron takete a la figura de picos y baluba a la curva. Kohler sugirió que esto indicaba que algunos sonidos simbolizan naturalmente ciertos conceptos; o sea, que las palabras no son todas arbitrarias —pura convención—; algunas podrían tener significados naturales. Pero nadie le hizo caso. Todos sabemos que “perro” y “casa” son sonidos sin significado intrínseco que nosotros hemos decidido aplicar a los conceptos que designan en español. Basta pasar a otros idiomas y notar que los mismos conceptos se dicen de maneras distintas para convencerse de que las palabras son arbitrarias: “dog”, “house”/”chien”, “maison”/”koira”, “talo” (finlandés).

La segunda investigación es de los neurofisiólogos Vilayanur Ramchandran y Edward Hubbard, de la Universidad de California en San Diego. Ramachandran y Hubbard repitieron el experimento de Kohler, pero con muchos más participantes de distintos orígenes (y con las palabras “kiki” y “buba” en vez de takete y baluba). En un artículo publicado en 2001 reportan (entre otras cosas) que el 95% de los participantes llamaron kiki a la figura de picos y buba a la de curvas.

Pero, ¿por qué? Nadie lo sabe, pero la hipótesis de que algunos sonidos podrían corresponder naturalmente a ciertos conceptos se llama “simbolismo sonoro” y está dando mucho de qué hablar.

Algunos investigadores se han puesto a hacer experimentos. Lynne Nygaard, de la Universidad Emory de Atlanta, tomó parejas de palabras de significados opuestos en 10 idiomas (como “lento/rápido”, “grande/chico”…) y se las presentó a un grupo de anglófonos. Luego les pidió que adivinaran cuál era cuál en cada pareja de antónimos. Si no existiera el simbolismo sonoro, los resultados tendrían que distribuirse al azar: aproximadamente el mismo número de personas darían las dos respuestas posibles en cada caso, pero Nygaard descubrió que no. Esto sugiere que sí hay cierto simbolismo sonoro que las personas estaban usando sin saberlo para asignarles significados a parejas de palabras completamente desconocidas para ellas.

Si el simbolismo sonoro es universal y además innato —como sugieren otros experimentos— estas investigaciones podrían tener aplicaciones prácticas en publicidad: para ponerle nombre a una marca de chocolate se podría recurrir a los sonidos que naturalmente representan la sensación cremosa —o en general, para ponerles a los productos nombres que evoquen sus cualidades (o supuestas cualidades).

Pero lo más interesante es que el fenómeno kiki/buba podría ayudar a explciar el origen del lenguaje. A algunos lingüistas el simbolismo sonoro les recuerda una teoría que cayó en desuso en el siglo XVIII y que decía que las primeras palabras fueron onomatopeyas (sonidos que imitan el sonido de lo que designan, como “pum” y “splash”). Aunque muchos expertos piensan que más bien empezamos a hablar señalando, o imitando con movimientos de manos, las primeras palabras también pudieron incluir imitaciones vocales, ¿por qué no?

Así pues, lo que queda de simbolismos sonoros en las lenguas modernas podría ser un vestigio del primer idioma. Otros métodos de investigación, como la comparación de lenguas, no nos han permitido remontarnos más de unos cuantos miles de años. El simbolismo sonoro podría llevarnos a la madre de todas las lenguas.