viernes, 28 de enero de 2011

Lengua y visión del mundo

Los malos traductores (todos los de la televisión mexicana, por ejemplo) creen que para traducir sólo hay que usar un diccionario y cambiar cada palabra por su equivalente en el otro idioma: pollito-chicken, gallina-hen... Pero, como sabemos, eso da resultados horribles, como estas expresiones, ya muy comunes en México, pero que no por ello dejan de ser espeluznantes: aplican restricciones, tuvimos sexo ocho veces y la máxima expresión de la incompetencia traductoril, que leí en el manual de una impresora hace muchos años: "cuando su impresora corre fuera de papel..."

Los buenos traductores, en cambio, saben que una lengua no es sólo una lista de palabras, sino una forma de ver el mundo en la que está codificada la mismísima cultura a la que esa lengua sirve de vehículo. Por lo tanto, traducir no es simplemente calcar, pero dejaremos esa discusión para otro momento.

Pues bien, este hecho acerca de las lenguas, tan conocido para los traductores y los escritores, ya está adquiriendo bases científicas medibles con las recientes investigaciones de diversos psicólogos, lingüistas y neurocientíficos, como informa Lera Boroditsky, del Departemento de Psicología de la Universidad Stanford en el número de febrero de la revista Scientific American. En su artículo, Boroditsky cuenta de unos aborígenes australianos en cuyo idioma las relaciones de posición entre los objetos se expresan siempre indicando los puntos cardinales, a falta de las palabras arriba, abajo, izquierda y derecha. Así, para describir mi posición en el momento en que escribo estas líneas tendría que decir que estoy sentado al norte de mi computadora, por ejemplo. Estos aborígenes están perpetuamente conscientes de su orientación, habilidad muy poco común entre los occidentales. He aquí un ejemplo del efecto de la lengua que uno habla sobre su percepción del espacio.

Boroditsky se preguntó si esta influencia sobre la percepción del espacio se extendería a la percepción del tiempo. Para probarlo les pidió a unos voluntarios de este grupo aborigen que ordenaran unas imágenes en su secuencia cronológica correcta; por ejemplo, una secuencia formada por un bebé, un niño, un muchacho, un hombre y un anciano. Mientras que los occidentales ordenamos el tiempo de izquierda a derecha (la dirección de nuestra escritura, por cierto), los hablantes de la lengua Kuuk Thayoorre siempre lo ordenan de este a oeste, sin importar cómo estén ellos orientados al llevar a cabo esta tarea. Así, el pasado queda siempre al este y el futuro al oeste (y de ahí el título del artículo de investigación de Boroditsky: "Remembrance of things east", en vez de "of things past", título de una célebre novela de Marcel Proust en su traducción al inglés). Boroditsky también menciona el caso de los hablantes de Aymara (grupo étnico de los Andes), caso estudiado por otros investigadores. En la lengua Aymara, el pasado está enfrente y el futuro atrás ("eres joven: tienes un largo futuro por detrás").

Más cerca de nosotros está el caso de la influencia de la lengua sobre la memoria de las acciones que presenciamos. En inglés para describir una acción no queda más remedio que identificar al agente, es decir, el inglés nos obliga a atribuirle la acción a alguien específico, sea la acción deliberada o accidental ("John rompió el florero", por ejemplo). En español, en cambio, si la acción es accidental tenemos la opción de decir "se rompió el florero", frase impersonal de la que se ha borrado toda referencia al agente. Para explorar el efecto de esta particularidad del español sobre la memoria de los hispanohablantes, Boroditsky y Caitlin Fausey pusieron a varios anglófonos, hispanohablantes y hablantes de japonés (idioma que también admite expresiones impersonales, como el español) a ver videos de dos individuos llevando a cabo varias acciones, como reventar globos y romper floreros, tanto a propósito como por accidente. Luego les pidieron a los participantes que describieran los hechos. Todos recordaron igual de bien quién había sido el agente en las acciones deliberadas, pero los hablantes de español y japonés mostraron menos memoria en el caso de los sucesos accidentales, diferencia que Boroditsky y Fausey atribuyen a la diferencia en el modo de describir estos acontecimientos en las tres lenguas.

El idioma que uno habla también puede afectar lo que se aprende con facilidad. Un caso interesante es el sistema de numeración en base 10. El principio de este sistema es relativamente sencillo: cada 10 números cambiamos de decena, lo que se indica con un segundo dígito a la izquierda; cada 10 decenas cambiamos de centena, etcétera... Todos conocemos bien este principio. Pero los niños tienen mayor o menor dificultad para aprenderlo según la lengua que hablen. Según Boroditsky, los niños que hablan chino aprenden más rápido este sistema porque en ese idioma los numerales (las palabras que nombran a los números) correspondientes a la primera decena se distinguen muy bien de los que corresponden a la segunda. No sé cómo serán esos numerales en chino, pero todos sabemos cómo son en español y en inglés: en español, después de "diez" viene "once", palabra que no lleva en su estructura ninguna información acerca de dónde se ubica el número en el sistema de numeración decimal. Luego siguen "doce", "trece", "catorce" y "quince", palabras de las que se puede decir lo mismo. Inmediatamente después está el "dieciséis", vocablo muy distinto, que sí indica que se trata del sexto número después de diez. En inglés sucede algo parecido: esos horribles "eleven" y "twelve", y peor, todos los números terminados en "teen", tienen etimologías misteriosas. En cambio en italiano, al "dieci" le sigue el "undici" y el "dodici" y el "tredici"... Y en finlandés los numerales de la segunda decena se expresan con palabras que significan "otra vez uno", "otra vez dos", "otra vez tres" (yksitoista, kaksitoista, kolmetoista...). Así pues, cabría espera que los niños italianos y finlandeses capten más rápido el sistema de numeración en base 10. Habrá que ver. Parece que los niños chinos sí.

Eso sí, si de lo que se trata es de hacer cálculo mental o recordar números telefónicos, tiene ventaja quien habla una lengua en la que los numerales son palabras breves. ¡Pobres finlandeses! Sólo para que se den una idea de las dificultades que enfrenta el pobre niño finlandés cuando se trata de recordar números, aquí está el número 32,534,756 ("treinta y dos millones quinientos treinta y cuatro mil setencientos cincuenta y seis") en esa lengua: kolmekymmentäkaksi miljoonaa viisi sataa kolmekymmentäneljä tuhatta seitsemän sataa viisikymmentä kuusi.

¿Y los que hablamos más de una lengua? ¿Cambiamos de opinión o de personalidad cuando cambiamos de lengua? Al parecer, sí. Yo lo sospechaba desde que, cuando estuve en Francia con unos amigos que no hablaban francés hace mucho tiempo, noté que se me dificultaba mucho ser yo otra vez por la noche con mis amigos luego de hablar francés todo el día. Boroditsky menciona estudios de personas bilingües de varias regiones donde se hablan dos lenguas (Israel, la frontera México-Estados Unidos, por ejemplo), que muestran que un mismo individuo puede manifestar distintos gustos y opiniones al pasar de una lengua a otra.

Esto tiene consecuencias para la psicología, desde luego, pero también para la educación, la lingüística, la diplomacia, la traducción, la aplicación de la ley. En una tira cómica de Mafalda, del caricaturista argentino Quino, Manolito se congratula de que "papá" se diga igual en francés que en español, pero Libertad lo niega: para decir "papa" en francés hay que pensar en francés. Luego de un esfuerzo vano por lograrlo, Manolito dice, desanimado: "jamás podré aprender ese maldito idioma". Ahora el cuento me parece todavía más gracioso por ser verdad.

domingo, 23 de enero de 2011

Libros al acecho

A manera de disculpa por no haber llenado el blog esta semana les ofrezco esta incitación a la lectura que escribí para la revista Leer y leer:

Tengo un amigo que un día, después de cenar, encontró la manera de viajar más rápido que la luz sin violar los estatutos de doña Teoría de la Relatividad, cosa que no había conseguido nadie. Y no es que a nadie se le hubiera ocurrido. Cualquier adepto de la ciencia ficción sabe que los 300 mil kilómetros que recorre la luz en un segundo no son nada cuando se trata de salvar distancias cósmicas. También sabe el adepto que esos 300 mil kilómetros por segundo son la máxima velocidad posible en el universo: nadie ni nada puede viajar más rápido, lo cual siempre ha sido de lo más molesto para los escritores serios de ciencia ficción (los que le ponen la misma medida de ciencia que de ficción). Éstos casi siempre recurren a soluciones de segunda para que sus viajeros espaciales puedan recorrer las distancias que los separan de sus destinos interestelares e intergalácticos sin tardarse una eternidad: que la nave entre en el “hiperespacio”, que a los personajes se los trague un agujero de gusano, que se caigan en un hoyo negro… en fin, cualquier cosa con tal de salir del apuro. Estas soluciones al problema del límite de velocidad que impone la teoría de la relatividad son como echar con la escoba el polvo debajo de la alfombra. Por oculto que esté, el polvo sigue ahí.

Entra en escena mi amigo Miguel Alcubierre, hoy investigador del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Como narro en mi libro ¡Qué científica es la ciencia! (Paidós, 2005), Miguel acababa de ver un capítulo de la serie Viaje a las estrellas cuando lo visitó la musa de la relatividad. El asunto está narrado con detalle en el libro. Baste decir aquí que Miguel encontró la manera de deformar el espacio para que las cosas se puedan mover a velocidades arbitrariamente grandes sin echar por la borda la teoría de la relatividad.

Desde entonces Miguel brilla como supernova. Aunque él no siguió por ese camino, su artículo original sobre este tema abrió una veta de investigación que han explotado varios físicos de distintos países. ¿De dónde le salieron a Miguel esas ideas? La inspiración directa, claro está, proviene de Viaje a las estrellas. Pero yo que lo conozco sé que siempre fue un ávido devorador de libros. Una infancia llena de libros es lo que formó a Miguel. Somos lo que leemos.

Desplegar las velas

Los barcos de antes, para moverse, desplegaban velas más amplias cuanta más fuerza necesitaran recoger del viento para desplazarse. Una partícula a la que se acribilla de energía en un experimento físico tiene más o menos probabilidades de captar esa energía según sean sus propiedades –su masa, su carga, su tamaño. Los físicos llamamos sección de dispersión a esa capacidad de captar. Ahora bien, captar –pero no energía, sino información y significados— es lo que tiene que hacer una persona para desempeñarse mejor en la vida y disfrutarla más. El propósito de la educación debería ser aumentarles la sección de dispersión a los alumnos, dotarlos del más amplio velamen para que puedan captar el mundo en toda su asombrosa riqueza y complejidad.

Se ha dicho, aunque con otras palabras, que ésa es la función de los libros. Hoy en día ya no basta la información que puede extraer el individuo de su propia experiencia. Por suerte existen los libros, que nos liberan de ser “sólo” nosotros mismos porque nos dejan aprovechar la experiencia de otros. El efecto de los libros es aumentarnos la sección de dispersión: un buen lector puede viajar, aprender y conocer a mucha gente —captar más cosas a su paso por el mundo— sin levantarse de la silla. El libro es experiencia concentrada.

Ésa es una forma de ver los libros. Otra es considerarlos azadones que van abriendo surcos y echando semillas, preparando el terreno de la mente del lector para fructificaciones y abundancias futuras. También se les puede ver como aparatos de ortodoncia cerebral que van abriendo espacio en la mente.

El entendedor (casi) independiente

¿Qué lee un científico en ciernes? No conozco la historia lectora de ninguna persona importante en la ciencia, pero la mía es más o menos típica (por lo menos entre mis amigos científicos y divulgadores), por lo que me permitiré la impudicia de contarles una parte. Le debo a un libro mi primera experiencia del placer de entender (y mi primer dolor de cabeza por esfuerzo mental). Era un libro que saqué de la biblioteca de mi escuela. No recuerdo ni el título ni el nombre el autor (yo tenía nueve años), pero sí que era un libro pequeño, de unos 10 por 15 centímetros, y que explicaba cómo funciona el motor de un coche. Nunca se me había ocurrido preguntárselo a mi papá, y quizá él no hubiera podido explicármelo muy bien. Ni siquiera se me había ocurrido que aquello podía estar a mi alcance. Me llevé el libro a mi casa, me senté en mi sillón preferido y me enfrasqué en la lectura reveladora.

Para las ocho de la noche, hora en que había que estar en la cama sin remedio, ya había entendido yo que la potencia del motor se gestaba en cuatro tiempos, durante los cuales le ocurrían cosas complicadas a la gasolina: primero entraba en los cilindros como nebulizaciones mediadas por el carburador, luego se comprimía, luego el distribuidor hacía soltar una descarga eléctrica a la bujía correspondiente. Con esto, la mezcla de gasolina y aire explotaba, obligando al pistón a bajar, lo que transmitía la fuerza de la explosión al cigüeñal, que a su vez la transmitía a las ruedas. Pasado el momento culminante de la explosión —que era como el do de pecho de un motor de combustión interna— el pistón subía (mientras otro de sus compañeros explotaba: ése era el secreto de la continuidad del movimiento), con lo cual expulsaba los gases sobrantes de la combustión y quedaba listo para empezar otra vez, todo en cuestión de fracciones de segundo. ¡Ajá!

Esa noche me fui a la cama muy satisfecho de saber que nada podía ser tan complicado que me rebasara, y que para entenderlo no me hacía falta que mis adultos lo supieran: bastaba con que hubiera un libro.

El proceso se repitió con el libro Nuestro amigo el átomo, de Heinz Haber, ilustrado por Walt Disney (o sus animadores). Recuerdo especialmente la ingeniosa metáfora que me ayudó a entender lo que era una reacción en cadena, fenómeno sin el cual no se podría extraer energía del átomo ni para bien ni para mal. En una página del libro se veía un lugar sembrado de ratoneras. Cada ratonera tenía encima una pelota de ping pong que salía volando al dispararse el aparato. Había que imaginarse qué pasaría si uno lanzara otra pelota entre las ratoneras cargadas. La pelota caía en una ratonera y la disparaba, con lo que salían volando dos pelotas, las cuales iban a dar a sendas ratoneras. Éstas saltaban. Ya había cuatro pelotas en el aire. Las cuatro pelotas se convertían en ocho y éstas en 16, y así sucesivamente. Al rato el recinto era una pesadilla de ratoneras desbocadas y pelotas enloquecidas. Eso es, más o menos, lo que sucede en un pedazo de uranio al que se bombardea con neutrones. Los neutrones son la primera pelota de ping pong, las ratoneras son los átomos de uranio y su carga de pelotas son los neutrones y protones de sus núcleos. El disparo de la ratonera es la desintegración radiactiva de un átomo de uranio. La cosa estaba clarísima. “Reacción en cadena” pasó de inmediato a formar parte de mi léxico y de mi universo imaginario. ¡Cuántas veces habría de evocar la imagen de las ratoneras de pesadilla cuando me explicaron con más detalle en qué consistía una reacción nuclear años más tarde, en clase de física en preparatoria y luego en la universidad! Todavía me parece una alegoría luminosa.

Verano y asombro

Un día, cuando yo tenía 12 años, mi mamá llegó del súper con libros, como hacía de vez en cuando. Uno de esos libros era El reto de las estrellas, de Patrick Moore y David A. Hardy, un libro grande de pastas duras negras con el título en letras futuristas y cautivadoras ilustraciones de astronautas del futuro dando saltos de gigante en el terreno accidentado de un asteroide. El libro todavía tiene pegada en la contraportada una etiqueta verde que dice “Oferta 29.90”. Por menos de 30 pesos me enteré de que se estaba construyendo una nave reutilizable llamada “transbordador espacial” (cuando leí el libro el transbordador ya estaba casi listo), que había planes para estaciones espaciales, bases en la luna, naves que aterrizarían en Marte y sondas para explorar Titán, la luna más grande del sistema solar. En la página 16 había una ilustración de la superficie de Marte con un promontorio de roca en medio de un paraje desértico, todo iluminado por un lejanísimo sol verde en un cielo entintado. El sol de esa ilustración resaltaba tanto que no se podía leer esa página sin tenerlo presente continuamente, como si brillara con luz propia como el sol de verdad.

Ese mismo verano las naves Viking aterrizaron en el planeta rojo y tomaron fotografías del entorno. El suelo marciano resultó ser más rojizo y el cielo más luminoso que en las ilustraciones hipotéticas de El reto de las estrellas. Comparar las ilustraciones del libro con las fotografías reales fue muy formativo para mí: los científicos podían equivocarse y no por ello quedaban en ridículo. Mucho después aprendí que equivocarse es parte fundamental de la vida de un científico.

Algunas de las maravillas que prometía el libro se realizaron durante mi adolescencia y temprana juventud, y sigo esperando las que no. El reto de las estrellas me proporcionó mi primera visión panorámica de nuestro lugar en el universo y la voluntad de exploración de la especie humana. Por si fuera poco, los autores generosamente añadían al final unos capítulos más especulativos —menos científicos, quizá, pero más evocadores— sobre las exploraciones del futuro más remoto. Tal vez llegará el día en que, no contentos con explorar nuestro rinconcito de espacio, nos lancemos a otras estrellas (aunque para eso, no lo omitía el libro, faltaba muchísimo tiempo por las distancias inenarrables a las que se encuentran las estrellas). El reto de las estrellas me llenó el verano de asombro.

Las estrellas se mueven

No era mi primer libro sobre el espacio y la astronomía. En 1972, en la feria del libro de mi escuela, me compré el libro Fun With Astronomy, de Mae e Ira Freeman. Me costó mucho trabajo leerlo porque estaba en inglés y a mis ocho años no se podía esperar que fuera yo muy ducho en lenguas extranjeras. Con todo, algo colegí de mi lectura de Fun With Astronomy. Recuerdo de manera especialmente vívida la frase “Mantén fija la vista para ver moverse las estrellas”, que estaba impresa junto a la fotografía de un niño en una silla plegable de madera que mira un cielo salpicado de estrellas desde el pórtico de su casa en el campo. ¿Las estrellas se mueven? Ésa sí que era una novedad. Decidí comprobarlo. A falta de pórtico en el campo, puse mi silla frente al ventanal de la sala-comedor de nuestro departamento en la Colonia Cuauhtémoc, que daba a nuestro estacionamiento y los traspatios de todos los edificios vecinos. Encima de este paisaje urbano se veía una buena parcela de cielo. ¿Con que las estrellas se mueven? Eso lo vamos a ver. Me senté. Mantuve fija la cabeza. Esperé como si quisiera ver moverse la manecilla horaria de mi reloj (adquisición reciente, como el libro).

¡Se movían! Y aquello no era más que el reflejo de la famosa rotación de la Tierra, fenómeno tan cacareado por las maestras de la escuela pese a ser difícil de creer. Pues bien, ahí estaba la prueba ante mis ojos, gracias —no a la escuela, sino a un libro.

El brevísimo capítulo sobre los cometas (no más de un párrafo) tenía a pie de página una foto que decía: “El cometa Halley, que nos visitará otra vez en 1986”. Faltaba muchísimo tiempo, pero yo me puse a esperar. Un libro también puede enseñar a tener paciencia.

Evasión

Los libros de divulgación científica eran sólo una parte de mi vida de lector. El primer libro que leí fue Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Tenía siete años e iba en primero de primaria cuando mi mamá decidió que ya estaba grandecito para poder leer en la cama solo. Me puso el libro en las manos (el ejemplar había sido suyo cuando era niña) y me dijo: “lees un ratito y cuando te canses, marcas dónde te quedaste y metes el libro debajo del colchón para seguir mañana”. Esa costumbre me ha durado hasta hoy.

Príncipe y mendigo fue el primer Everest literario que coroné. Al terminarlo me sentí orgulloso, como el alpinista que llega a la cima, pero al mismo tiempo melancólico. Esa noche descubrí la tristeza de tener que abandonar a unos personajes con los que me había encariñado. Era como separarse de un amigo de carne y hueso. Todo buen lector conoce esa tristeza. Más tarde, con otros libros, el dolor de la separación fue tan insoportable, que en ese momento volví a empezar el libro. Así me pasó con El señor de las moscas, de William Golding, pocos días antes de cumplir 13 años. De hecho, la historia de los niños ingleses que fundan en una isla una sociedad tan defectuosa y destinada al fracaso como la de sus padres me embelesó tanto, que leí el libro cuatro veces en el lapso de una semana: leía en la cama, en el coche de camino a la escuela y de regreso, en clase, en recreo y por la tarde, después de comer. Fue una experiencia muy intensa, aunque quizá no tan vívida como la de leer Mila 18, de León Uris, por la misma época.

Con ese libro sobre la vida de la resistencia judía en el gueto de Varsovia durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial sentí como nunca lo que es entrar en una historia. Durante la lectura se me olvidaba que estaba leyendo y me creía niño judío en el gueto de Varsovia. Un día, estaba yo oculto en un sótano a punto de morir de hambre y de frío, enfermo y sin saber dónde estaban mis padres, muerto de miedo porque arriba los alemanes estaban haciendo una inspección, cuando se me ocurrió cerrar el libro. El sótano desapareció, los alemanes se esfumaron. No me encontraba en Varsovia en invierno, sino en Cuernavaca en primavera, y todo era luz y alegría de vivir. Bueno, no todo. Tan absorto había estado yo en mi lectura, metido en una llanta de flotación en medio de una alberca, que el sol me achicharró y al poco rato no podía yo ni enderezar las rodillas del ardor. No había pomada que me lo calmara. Llegada la noche, por fin me consiguieron una crema maravillosa que me alivió el dolor y me curó a toda velocidad la piel semifrita. Al día siguiente me desprendía de las piernas sábanas de piel muerta y transparente con descuido… mientras seguía leyendo Mila 18. Ese libro estuvo a punto de matarme.

La emboscada de los libros

Para ser franco, no sé si es verdad que somos lo que leemos, como dije más arriba. O más bien, no sé si esa afirmación es verdad en el sentido de que nuestras lecturas nos determinan, pero creo que sí es verdad que lo que elegimos para leer dice mucho acerca de nosotros. Quizá haya una influencia mutua entre lo que por accidente nos cae entre las manos y nuestros gustos como lectores, y en ese caso tal vez valga la pena no desoír las recomendaciones del escritor francés Daniel Pennac.

En su libro Como una novela, Pennac aboga por una lectura ajena a todo fin utilitario, especialmente entre los aprendices de lector. Que la lectura no sea una obligación. La lectura como castigo —o como manda— resulta contraproducente. Usted como buen lector, ¿no deja libros a medias? ¿No se cansa de leer por temporadas? Daniel Pennac enumera los diez derechos del lector, que se han de observar para que la literatura no se convierta en instrumento de tortura. He aquí algunos de los derechos del lector según Pennac: el derecho de no leer, el derecho de saltarse páginas, el derecho de dejar un libro a medias. Los buenos lectores que conozco ejercen estos derechos por lo menos ocasionalmente. ¿Por qué no concedérselos a los estudiantes?

Eso sí: hay que tener libros por todas partes, libros al acecho del niño o el adolescente desprevenido que pueda un día abrirlos por descuido y quedar enganchado para siempre. ¿Qué tipo de libros? De todo: novelas, cuentos, divulgación científica (¡no olvidar la divulgación científica!). Se trata de dotar a nuestros estudiantes del más amplio velamen, de ofrecerles un menú variado. Si es necesario, dice Pennac, incluso se les puede leer en voz alta. Todo con tal de aumentar su sección de dispersión, que no es más que la posibilidad (no la seguridad) de cosechar de la vida más experiencias y más sensaciones. ¿Quién querría negarse esta posibilidad?

viernes, 14 de enero de 2011

No se puede confiar ni en las estrellas


A veces uno añora la infancia por lo simples que le parecen las preocupaciones de esa edad vistas desde la perspectiva de la edad adulta. Es pura amnesia --la infancia puede ser muy estresante, pero se nos olvida--, lo que no obsta para que la idealicemos: ¡qué sencillo era todo en la infancia!

En la infancia de la astronomía las cosas también eran sencillas. El cielo de los griegos, por ejemplo, era un lugar de ciclos eternos donde nada cambiaba. Las estrellas siempre formaban las mismas constelaciones, el Sol siempre pasaba por el mismo camino a lo largo del año, y sobre todo, las estrellas conservaban el mismo brillo, ejém, por los ciclos de los ciclos.

Luego resultó que no. En la edad media, los árabes, que tenían la costumbre de ponerles nombre a las estrellas y no a las constelaciones, como los griegos, llamaron Algol ("el diablo") a una estrella de la constelación de Perseo que cambiaba de intensidad; y en el siglo XVIII el astrónomo inglés John Goodricke examinó cuidadosamente los cambios de brillo de esa estrella y de otra en la constelación de Cefeo. Las estrellas que cambian de brillo (o más bien, cierto tipo de estrellas que cambian de brillo) se llaman hoy variables cefeidas. Para entonces ya se sabía también de otros cambios que ocurren en el cielo supuestamente invariable de los griegos: a veces aparecen estrellas que nadie había visto antes (hoy las llamamos novas y supernovas); los cometas, símbolo de cambio y otrora considerados acontecimientos atmosféricos, eran fenómenos del cielo. Poco a poco, los objetos de estudio de la astronomía se estaban revelando mucho menos estáticos y eternos de lo que le hubiera gustado a Aristóteles. El colmo fue cuando nos enteramos de que el universo entero está en expansión. Qué horror.

Con todo, los cambios celestes son muy lentos. Aunque las estrellas se desplazan al azar por el espacio galáctico, nosotros vemos las mismas constelaciones que vio Aristóteles. Orión, el cazador, apunta su flecha al corazón de su presa como siempre y la Osa Mayor gira alrededor del polo del cielo desde hace millones de años. Tendrán que pasar otros tantos ciclos solares para que notemos cambios sustanciales en las formas de las constelaciones. Mientras en nuestra vida todo cambia, las estrellas nos consuelan con sus formaciones invariables. Orión se veía igual en mi infancia, y se verá igual en mi vejez. Los cielos siguen siendo buena metáfora de lo permanente.

Y quizá por eso los astrónomos de rayos X están tan desalentados con un resultado que se acaba de publicar en la revista Astrophysical Journal Letters. Ser "astrónomo de rayos X" quiere decir que, de todos los tipos de radiación que nos llegan del cielo, uno sólo se fija en lo que llega en forma de rayos X, un tipo de luz muy energética que no percibimos con los ojos. Hay muchos fenómenos interesantes que se manifiestan mejor en rayos X que en otras formas de radiación; por ejemplo, los bandazos que dan los electrones atrapados en el campo magnético de una estrella de neutrones que gira 30 veces por segundo (un pulsar). Eso es lo que ocurre en la llamada Nebulosa del Cangrejo, región de gases en expansión que se encuentra a unos 6,500 años luz del Sistema Solar. La Nebulosa del Cangrejo es el resultado de la explosión de una supernova que se vio como una estrella nueva muy brillante en la constelación de Tauro en el año 1054 (registrada por astrónomos chinos y árabes, mas no por europeos). Hoy pensamos que, después de la explosión, lo que quedó de la estrella se contrajo hasta formar un objeto súper denso que gira 30 veces por segundo. Este pulsar es una verdadera batidora magnética. Las partículas que quedan atrapadas en esta batidora protestan emitiendo rayos X. La Nebulosa del Cangrejo es una fuente de rayos X tan intensa y constante, que desde hace varias décadas se usa como patrón de intensidad para calibrar telescopios de rayos X, tanto terrestres como espaciales. Dicho de otro modo, es la pauta con la que se miden todos los resultados en esta importante rama de la astronomía.

Ahora resulta que este bastión de constancia, sólido como una roca y confiable como el sol... tampoco es constante. Hace algún tiempo, la astrónoma Colleen Wilson-Hodge y sus colaboradores notaron un ligero descenso en la intensidad luminosa de la Nebulosa del Cangrejo. Los datos provenían del satélite Fermi. Para confirmar, los investigadores analizaron datos de cuatro instrumentos más. Luego de un laborioso estudio de datos de los últimos 12 años, Wilson-Hodge, del Centro Espacial Marshall de la NASA, y su equipo internacional, afirman que la intensidad de los rayos X que emite la Nebulosa del Cangrejo ha bajado cerca de 7% en dos años. Está claro que la nebulosa ya no puede usarse como patrón de luminosidad.

Al mismo tiempo, esta extraña variación de la intensidad es señal de que en el sistema formado por la estrella de neutrones, su campo magnético y el gas que la rodea están ocurriendo fenómenos que no conocíamos. Estos fenómenos tienen que ver con los electrones atrapados en el campo magnético y las fuerzas que los están acelerando. Por lo tanto, la variación puede verse como una nueva fuente de información acercda del proceso de aceleración de los electrones en un pulsar.

Ante lo desconocido muchos reaccionan con miedo. Cuando se revela su ignorancia, muchos más tratan de ocultarlo. Los científicos, en cambio, se alegran con lo nuevo, aunque demuestre que estaban errados.