viernes, 19 de noviembre de 2010

Tycho Brahe, excéntrico hasta en la muerte

El astrónomo danés Tycho Brahe jamás se imaginó que sería objeto de interés de los paparazzi, y no sólo porque los astrónomos rara vez lo son, sino porque Tycho lleva muerto 409 años.

El lunes pasado más de 100 periodistas se amontonaron ante la tumba del astrónomo, situada en una iglesia de Praga, mientras un equipo de científicos daneses de la Universidad de Aarhus levantaba con dificultad la lápida que sellaba la tumba. Luego de siete horas de afanes, la piedra se alzó y reveló un féretro de estaño de 1.3 metros de longitud, en el que los huesos de Tycho se depositaron en 1901, cuando fue exhumado por primera vez.

No es común que los astrónomos despierten el interés de la prensa, en efecto, y tampoco es común que vivan en la opulencia. Tycho sobresale en esto también: era un rico danés, al que, por si fuera poco, el rey de Dinamarca obsequió un castillo en la isla de Hven. Brahe llamó al castillo Uraniborg (Fortaleza de los cielos) e instaló ahí el centro de investigación científica mejor dotado de su época. Con su fortuna se mandó construir descomunales sextantes, ballestillas y esferas armilares, instrumentos astronómicos que servían para medir la posición de los astros antes del telescopio y que son más precisos cuanto más grandes. En mi oficina tengo una reproducción de un retrato de Tycho que lo muestra con algunos de estos instrumentos, a la edad de 46 años.

En ese retrato se ve claramente su distintivo facial más original: una nariz metálica. A los 22 años Tycho tuvo un altercado con otro estudiante de matemáticas. En la pelea su adversario le cortó la nariz de un tajo. Tycho se puso una prótesis de oro muy llamativa (aunque, al parecer, cuando lo exhumaron en 1901 encontraron rastros de sulfato de cobre en la zona de la nariz).

Con sus instrumentos, y la ayuda de un pequeño ejército de colaboradores más o menos esclavizados, Tycho Brahe acumuló las mediciones más precisas de las posiciones de los planetas a lo largo de muchos años, mediciones que guardaba celosamente en tabla tras tabla de números. Las posiciones de los planetas servían para calcular las fechas de algunas fiestas religiosas, para planear la agricultura y para hacer predicciones astrológicas. Pero también servían para probar modelos del universo. Tycho tenía su propia versión de la cosmología: en su modelo la tierra ocupaba el centro del universo, el sol giraba alrededor de la tierra y los planetas alrededor del sol. En 1599 Tycho se mudó a una localidad cerca de Praga para prestar servicio como matemático y astrónomo imperial de Rodolfo II de Habsburgo.

Ahí fue a dar en 1600 el joven astrónomo alemán Johannes Kepler, que tenía su propio modelo matemático del funcionamiento del cosmos. Kepler ponía el sol en el centro siguiendo a Nicolás Copérnico. Durante dos años Tycho y Kepler mantuvieron una relación tormentosa, mezcla de admiración mutua y envidia de Tycho, que reconocía en el joven alemán al genio teórico que él nunca podría ser, pero ésa es otra historia.

Se cuenta que Tycho mantenía en su castillo una corte de parientes y parásitos diversos. Un enano le servía de bufón y un reno de mascota. Ofrecía bacanales diarias y le gustaba comer y beber. Eso sí: en casa del emperador era una especie de gentleman. Un día, durante un convite imperial, Tycho no se quiso levantar de la mesa para ir al baño. Como resultado, contrajo una infección de la vejiga que lo tuvo en cama semiinconsciente. En los momentos de lucidez, se cuenta que murmuraba "dejadme creer que no he vivido en vano". Al cabo de unos días, Tycho Brahe murió, víctima --eso se dice-- de su buena educación (y poco cuidado de su salud).

1901. Se extraen restos de pelo de la barba de Tycho. Años después, el análisis de las muestras revela altas concentraciones de mercurio. Misterio...

2010. El ataúd contiene huesos amontonados al azar, una bota, restos de una capa. Hay que darse prisa, porque las autoridades checas quieren de vuelta el tesoro para el viernes (hoy). Jens Vellev y su equipo trabajan febrilmente durante toda la semana. Se toman muestras de hueso, se analiza el cráneo con tomografía computarizada. Se comprueba que algunos de los huesos son de un hombre mayor proveniente del norte de Europa. No hay duda de que es Tycho, pero en el féretro hay otros huesos, al parecer de una mujer de unos 20 años y un niño. En la misma cripta se encuentran restos de otras ocho personas, cinco de ellas niños. La primera hipótesis es que la cripta es reciclada. Pero, ¿la mujer y el niño? Misterio...

Tycho ya está de nuevo en su tumba, quién sabe para cuánto tiempo antes de que los detectives de la historia de la ciencia vuelvan a requerirlo con nuevos instrumentos y técnicas, para destapar detalles de su vida. Los resultados de la investigación de Jens Vellev y su equipo tardarán varios meses. Se espera reconstruir su dieta de los últimos 15 años de su vida, su rostro (aunque no faltan retratos de Tycho Brahe, imponente y rubicundo, con su nariz reluciente), y sobre todo, descifrar el misterio de su muerte. Los viejos huesos de Tycho podrían revelar un drama digno de Shakespeare (hay quien piensa que lo mandó asesinar el rey de Dinamarca, como al príncipe Hamlet), o quizá solamente muestren que Tycho se intoxicó por hacer experimentos con mercurio. Pronto lo sabremos.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Ingeniería al revés aplicada a la mente

Para entender cómo funciona el organismo es muy útil suponer que sus características son productos de la evolución; que son adaptaciones a un modo de vida ancestral. Para entender cómo funciona la mente podemos hacer lo mismo. La psicología evolucionista busca explicar la percepción humana, la memoria, las emociones, el lenguaje y hasta el arte y la cultura como adaptaciones que les fueron útiles a nuestros antepasados remotos para sobrevivir en sus entornos, o por lo menos como productos secundarios de esas adaptaciones.

La psicología evolucionista es una especie de ingeniería, pero al revés. Los ingenieros identifican problemas y luego construyen artefactos que los resuelven. Un ingeniero inverso podría tomar un artefacto y estudiarlo para inferir el problema que resuelve. Para aplicarle la ingeniería inversa al cerebro conviene recordar en qué contexto ha evolucionado durante la mayor parte de su historia: durante cientos de miles de años nuestros antepasados formaron grupos pequeños que vagaban en busca de comida y de entornos apacibles donde instalarse para dormir, se defendían de otros grupos (el principal adversario de un organismo son los organismos de su propia especie) y se reproducían. Los organismos que mejor resolvieron esos problemas, naturalmente dejaron en promedio más descendencia, a la cual le heredaron sus aptitudes. Así, a lo largo de miles de generaciones, esas aptitudes se fueron afinando. Hoy que vivimos en poblaciones miles de veces más seguras que el entorno prehistórico (hasta Ciudad Juárez es un edén junto a los peligros de la planicie glacial), con tiendas para comprar los alimentos y refrigeradores para almacenarlos en buen estado, con médicos y hospitales; hoy, decía yo, nuestros cerebros, junto con el resto de nuestros organismos, siguen funcionando como si para comer primero hubiera que cazar un mamut.

Hay explicaciones psicológico-evolucionistas de muchos aspectos intrigantes de nuestra naturaleza. Aquí ya hemos discutido el funcionamiento del mecanismo psicológico para detectar injusticias (sobre todo las que se cometen contra uno), y vimos que compartimos ese mecanismo con otros primates (ver en estas páginas "Toma tu asqueroso pepino"). Otras investigaciones muestran cómo opera el mecanismo para evitar el incesto: al parecer, en muchas culturas humanas las personas que se crían juntas desde muy pequeñas --estén emparentadas o no-- desarrollan aversión a copular entre ellas. Esta aversión hasta tiene nombre: se llama efecto Westermarck en honor al antropólogo finlandés Edvard Westermarck, quien lo describió en un libro publicado en 1891. Desde entonces se ha observado el efecto Westermarck en muchas polbaciones humanas, en particular en los kibbutz de Israel: los niños en los kibbutz crecen más o menos revueltos, en comunidad. Pues bien, se ha observado que las personas criadas en kibbutz casi nunca se casan con miembros de su propia comunidad; y nunca jamás con miembros de su propia comunidad con los que hayan pasado los seis primeros años de su vida. Y por cierto, el efecto Westermarck contradice la opinión de Freud, quien afirmaba que los hermanos se atraen y que los niños varones desean a sus madres.

La psicología evolucionista (sus principales exponentes son el antropólogo John Tooby, la psicóloga Leda Cosmides y el el psicólogo experimental Steven Pinker) puede explicar también por qué tendemos a comer en exceso: en el entorno primigenio comer era un lujo que sólo se presentaba después de mucho tiempo y con mucho esfuerzo. Uno nunca sabía cuándo iba a comer otra vez, de modo que cuando los hombres regresaban con carne de mamut o cuando las mujeres encontraban un vergel, había que atiborrarse hasta el hartazgo y más allá, por si acaso. Hoy la alimentación es menos incierta (lamentablemente no para todos), pero eso no lo saben nuestros organismos porque ha transcurrido muy poco tiempo como para que la llegada a nuestro entorno de tienditas y refrigeradores haya producido adaptaciones nuevas en nuestra especie.

Estas explicaciones suenan convincentes y a mí me gustan, pero sufren de un defecto grave en una explicación que se pretenda científica: por lo general, son muy difíciles de probar por medio de experimentos. El efecto Westermarck existe, pero ¿es una adaptación para evitar la endogamia? ¿Cómo podríamos demostrarlo sin dejar lugar a la duda?