martes, 27 de abril de 2010

Discusiones científica

Los científicos han perfeccionado al máximo el arte de discutir, es decir, de pelear, sin mucho derramamiento de sangre. Como en el box y otros deportes de lucha, hay golpes prohibidos por ser arteros y alevosos. Quien aplica uno de estos golpes se expone a que lo expulsen, o por lo menos al oprobio.

Así, igual que los golpes bajos en box, en una discusión científica se considera artero atacar, no las ideas, sino al contrincante en su persona. “Lo que pasa es que usted es un fascista, un ignorante, un viejito trasnochado, un inmoral…” son ataques a la persona que no afectan la validez de las ideas que ésta exponga. Quien objeta tiene que decir por qué le parece que las ideas no son válidas. Tampoco vale decir “mis ideas son correctas porque sí, porque me apoya el rey (o el papa, o el señor presidente), porque yo soy más listo que usted”. Los expectadores de la contienda no le valdrán estos argumentos al que los esgrima… lo cual no quiere decir que no haya sucedido en la historia de la ciencia.

Newton y Leibniz: A fines del siglo XVII Isaac Newton discutió con Gottfried Wilhelm Leibniz quién había sido el primero en inventar las "fluxiones", que hoy llamamos cálculo diferencial. Newton tenía una personalidad muy desagradable. Era suspicaz, paranoico e implacable. Hoy pensamos que ambos tienen el mismo mérito. Quizá a Newton esto no le hubiera hecho ninguna gracia, porque no estaba en sus capacidades el ser magnánimo. Incluso cuando escribió en una carta su famosa frase "si yo he logrado ver más lejos (aquí no se refiere a Leibniz), es porque me apoyé en hombros de gigantes", la galante alocución no era un gesto de deferencia a sus ilustres antecesores, sino un golpe bajo al destinatario de la carta, Robert Hooke, que era más bien bajito y delgado. Volviendo a Leibniz, aún después de la muerte de éste, Newton siguió dándole patadas, feo comportamiento de nivel tan bajo, que parece extraído del debate político mexicano.

Einstein y Bohr: Los dos científicos de más peso que participaron en la creación de la mecánica cuántica a principios del siglo XX discutieron porque Bohr y sus partidarios alegaban que la teoría cuántica era la explicación más completa posible de los átomos y las partículas subatómicas y Einstein y los suyos decían que no. A partir de un congreso celebrado en Bruselas en 1927, Einstein y Bohr se enfrascaron en una discusión continua que nunca terminó. Einstein ideaba alguna situación física en la que, según él, quedaba claro que la mecánica cuántica no daba la explicación completa; Bohr replicaba con enredados argumentos que, según él, echaban por tierra la objeción de Einstein. Bohr narró la batalla en un artículo muy leído titulado “Discusiones con Einstein” sin faltar ni una sola vez a la gallardía y caballerosidad que se esperaba de una discusión académica en los años 30, 40 y 50. Bohr y Einstein siempre fueron buenos amigos. Einstein murió en 1955. Bohr en 1962. Lo último que dejó escrito Bohr en su pizarrón fue una respuesta nueva a una de las viejas críticas de Einstein: había seguido discutiendo con su fantasma durante siete años.

¿Se acuerdan de aquellas guerras en las que se suponía que uno valoraba a sus enemigos, quizá porque los enemigos lo hacían a uno más fuerte? O bien, pensemos en los deportes como el tenis, donde al final los contrincantes se dan la mano amistosamente (o más o menos). Así ha ocurrido en otras discusiones científicas:

Dennett y Gould: Stephen Jay Gould era un paleontólogo célebre en Estados Unidos y Europa por los bonitos libros sobre evolución que escribió para todo público. Entre los biólogos era famoso por haber sostenido toda su vida que la evolución no avanzaba gradualmente, las especies transformándose poco a poco en otras cuando se daban las condiciones propicias y a lo largo de muchas generaciones, sino por saltos: con largos periodos en que una especie podía permanecer inalterada, salpicados por breves (relativamente) ráfagas de transformación. La hipótesis de Gould se llama “equilibrios punteados” y Gould siempre sostuvo que era una revolución en el pensamiento evolucionista porque la evolución por saltos no era estrictamente darwiniana.

En 1995 Daniel Dennett, que se dedica a explicar el funcionamiento de la mente y de las instituciones humanas a partir de la evolución, escribió un largo argumento para demostrar que, incluso si la hipótesis de equilibrios punteados era correcta — lo que estaba por verse—, no era en realidad ninguna revolución. La evolución por saltos seguía cumpliendo todas las reglas de la selección natural. El argumento aparece como un capítulo del libro La peligrosa idea de Darwin, y se titula “El pastorcillo mentiroso”. Golpe bajo, pero no mucho: se vale hacer mofa del contrincante siempre y cuando uno ataque las ideas solamente.

Gould no se quedó callado. Durante no sé cuántos meses, la revista New York Review of Books estuvo publicando las cartas que enviaban uno y otro (que ahora se pueden leer aquí), largos alegatos que se fueron haciendo más y más amargos y violentos hasta llegar, sí, a los golpes bajos. Dennett llamó a Gould conservador y cosas peores, y Gould acusó a Dennett de ser el perrillo faldero de Richard Dawkins, etólogo británico cuyas ideas ha extendido Dennett.

Pues bien, en un libro de Dennett que estoy leyendo, posterior a la muerte de Gould en 2002, Dennett menciona varias veces con cariño patente a Stephen Jay Gould. Me pareció muy conmovedor, pese a que se podría decir que es fácil para Dennett mostrarse magnánimo ahora que el otro está muerto. Todavía quedan caballeros y caballeras —gente galllarda que puede disentir sin matar.

domingo, 18 de abril de 2010

Qué buscamos con el Gran Colisionador de Hadrones

En la frontera entre Suiza y Francia, bajo los sembrados en verano y las nieves en invierno, se encuentra el agujero más grande y más caro del mundo. El agujero, hogar subterráneo de la maquinaria que integra el Gran Colisionador de Hadrones, tiene 27 kilómetros de circunferencia con tramos a distintas profundidades que van hasta los 175 metros. Más de 10,000 científicos de 100 países (México entre ellos) han participado en la construcción de esa maquinaria, si no del túnel, que ya estaba (antes albergaba otro acelerador de partículas).

El Gran Colisionador de Hadrones sirve para hacer chocar hadrones, como su nombre indica. Los físicos llamamos hadrón (de hadrós, "robusto, grueso, fuerte") a cualquier partícula hecha de elementos más pequeños llamados quarks. Se llaman así porque los quarks están pegados por la llamada fuerza fuerte, una de las cuatro maneras en que pueden interactuar los objetos en este universo. Los hadrones más conocidos son los protones y neutrones de los núcleos atómicos. En el Gran Colisionador de Hadrones se genera un haz de protones y uno de antiprotones (protones de carga negativa) que giran en direcciones contrarias, ganando energía a cada vuelta hasta alcanzar los 7,000 millones de electrón-volts, la energía máxima que este aparato impartirá a cada partícula cuando empiece a operar a su máxima potencia, en 2012. Por el momento, lo tienen operando a la mitad de su capacidad.

Siete mil millones de electrón-volts suena impresionante, pero sólo mientras uno no sepa cuánto vale un electrón-volt. Resulta que el eV es una unidad de energía muy pequeña, útil para tratar con partículas subatómicas, pero engorrosa si se usa con objetos macroscópicos...como un mosquito, por ejemplo. Un mosquito que vuela a una velocidad de 3 centímetros por segundo tiene una energía igual a la de los protones y antiprotones del Gran Colisionador de Hadrones. Es una energía muy pequeña en la escala macroscópica, pero concentrada en un pequeñísimo protón (que pesa mil millones de trillones menos que un mosquito) lanza a esta partícula a velocidades muy cercanas a la de la luz. Alcanzada esta energía, los operadores del aparato hacen coincidir los rayos y...

Este experimento tan brutal tiene alcurnia. En 1910, cuando todos los físicos aceptaban que la materia estaba hecha de átomos pero nadie sabía qué cara tenían éstos, el físico neozelandés Ernest Rutherford ideó un experimento para hurgar en el átomo. No hacía mucho se habían descubierto sustancias que espontáneamente despedían trocitos de materia en forma de partículas muy pequeñas a grandes velocidades. Ernest Rutherford aprovechó la radiactividad, como se llamó a este fenómeno, para acribillar una hoja de oro muy delgada con la esperanza de que los proyectiles radiactivos chocaran con los átomos de oro y salieran despedidos en distintas direcciones. Rutherford esperaba poder reconstruir los hechos a partir de la distribución estadística de los proyectiles dispersados (incluso tuvo que tomar un curso de estadística para hacerlo). Se esperaba que la mayoría de los proyectiles (partículas alfa) salieran indemnes de su paso por la hoja de oro y que, por lo tanto, llegaran como si nada al otro lado. Rutherford colocó detectores directamente detrás de la hoja de oro. Un buen científico nunca está seguro de nada, o más bien debe reducir al mínimo las suposiciones infundadas. No se esperaba encontrar partículas que rebotaran sobre los átomos de oro y salieran disparadas hacia atrás, pero esa expectativa no tenía más fundamento que la ignorancia de los científicos. Por si acaso, Rutherford colocó detectores en la posición correspondiente y cuando se hizo el experimento, muchas partículas terminaron ahí. "Es como si una bala de cañón rebotara sobre un pañuelo", dijo Rutherford después. Y de ese resultado asombroso se deducía que el peso del átomo estaba concentrado en una región muy pequeña, lo que más tarde se llamó el núcleo.

Los aceleradores de partículas, que existen desde los años 30, son experimentos de Rutherford. Mientras más rápido vayan los proyectiles, más fina es la resolución del experimento y más pequeña es la región que permite atisbar. Los aceleradores de los años 80 permitieron ver, ya no la forma del átomo, sino lo que contienen los protones y neutrones de los que el átomo está formado.

Al mismo tiempo que hacían experimentos y descubrían nuevas partículas elementales, los físicos iban construyendo una teoría cada vez más completa para explicar qué es la materia y de dónde vienen las propiedades de todo. La teoría se llama Modelo Estándar, y es la descripción más completa y profunda del mundo que puede ofrecer la física hasta hoy. Para construir una teoría así, los físicos toman datos de los experimentos y los organizan en una estructura teórica coherente. La teoría hace predicciones: por ejemplo, si las cosas son así y asá, entonces debería existir también tal partícula con características tal y cual. Luego los físicos salen a buscar esas partículas.

El Gran Colisionador de Hadrones se construyó para buscar una de estas partículas predichas por el Modelo Estándar, llamada bosón de Higgs. Si el Modelo Estándar es correcto, debería existir, pero para poder crearlo había que construir un acelerador más potente que todos los demás. Ya está construido, pero el aparato ha tenido problemas, como se sabe. Con todo, el 30 de marzo se echó a andar el acelerador a la mitad de su energía máxima durante varias horas, lo que bastó para establecer un récord de energía en colisiones de partículas elementales, pero probablemente no bastará para producir bosones de Higgs. De momento, por prudencia, el Gran Colisionador de Hadrones estará operando a baja energía. A fin de 2010 se detendrá por un año. En 2012 por fin, si todo va bien, funcionará a toda galleta y veremos lo que veremos.

Pueden suceder tres cosas: 1) aparece el bosón de Higgs y nada más; 2) aparece el bosón de Higgs y fenómenos inesperados, y 3) no aparece el bosón de Higgs. De estas posibilidades la peor sería, sin duda... que sólo apareciera el bosón de Higgs. Cualquiera de las otras dos ofrece nuevos caminos para la física, en cambio la simple confirmación es una especie de callejón sin salida (ver mi blog en inglés Space-Time Chronicles).

martes, 13 de abril de 2010

No tengas miedo

Como le prometí a mi lector Luis Martín Baltazar Ochoa, he aquí la introducción de mi libro Después del miedo, la ciencia (Editorial Castillo, 2008). Sirva, de paso, para ofrecer a todos una probadita de ese libro y que se animen a conseguirlo para que yo pueda vivir en la opulencia con las regalías...


A los 12 años yo vivía en una calle donde había muchos niños. Todos nos llevábamos bien, pero mi mejor amigo era Rodrigo. Teníamos la misma edad y compartíamos muchos intereses.

Una noche, cuando acababa de oscurecer, Rodrigo me llamó por teléfono. Quería que lo acompañara a la casa de su novia, que se había quedado sola en su casa y estaba oyendo ruidos extraños. La chica tenía mucho miedo y le había llamado a Rodrigo para que revisara la casa. Mi amigo me llamó a mí, supongo que para ayudarlo a pelear en caso de que hubiera ladrones. Como no le teníamos miedo a nada cuando estábamos juntos, fuimos sin demora a socorrer a la dama en peligro.

La casa estaba muy oscura. Nos paramos a escuchar en medio de la sala.

Ruidos.

Cric-crac.

¡CRRRAAAAC!

El susto nos hizo dar un salto.

No sé qué pensaron Rodrigo y su novia. Yo, después del sobresalto, no tardé en entender lo que estaba pasando: eran los ruidos de la casa al empezar a enfriarse. En la escuela me habían dicho que todas las cosas cambian de tamaño con la temperatura. Se hacen más grandes cuando están calientes y se encogen cuando se enfrían. Al ponerse el sol, la estructura de una casa se asienta, se acomoda como si le dolieran las articulaciones. Le truenan los huesos, digamos.

Ésta era la explicación más sencilla y creíble de los ruidos. Era la explicación científica. En cuanto entendí, dejé de tener miedo. Mis amigos también. Por si acaso, Rodrigo y yo revisamos la casa. Todo en orden. No había nada que temer.

Las cosas que no entendemos nos dan miedo. Tal vez por eso los humanos tratamos de entenderlo todo. La ciencia es una forma de entender lo que pasa en la naturaleza, que es la fuente de muchos de nuestros temores. Pero la ciencia sirve para mucho más: cada vez que da una respuesta, abre al mismo tiempo nuevas preguntas y revela secretos ocultos. Los ruidos de aquella casa no se debían a unos ladrones; muy bien, ya no tenemos miedo. ¿A qué se deben? Pues bien, los ruidos, desde el punto de vista científico, cuentan la historia de las entrañas de una casa. Tal vez escuchándolos con atención se podría saber cómo está construida, con qué materiales, dónde tiene fallas la estructura…

Hay cosas mucho más aterradoras que los ruidos que hace una casa al atardecer. También hay cosas mucho más interesantes. En este libro les contaré algunas historias de horror, o más bien historias de acontecimientos y fenómenos que inspiraban horror. También les contaré acerca de las cosas maravillosas que esos fenómenos nos revelaron cuando dejaron de asustarnos. El miedo puede ser buen estímulo para el cerebro. Quién lo diría…